Mario, dependiente de una librería y recién despedido, pasa las ocho horas de su jornada no laboral en el metro. Ha encontrado en el suelo de un vagón un papel con algo escrito: la lista de la última compra que uno hace en la vida. Tiene que verlo Damián, aspirante a escritor en los ochenta, que decide solicitar la ayuda de Claudia, cuyo trabajo es suplantar a algunos autores en sus redes sociales. Hay una marca en el papel que le resulta familiar y
Aquí empieza la búsqueda que los llevará hasta Olvido, bibliotecaria cómplice; a Aurelio, comisario de policía letraherido, y a Ástrid Lehrer, personaje en busca de autor.
Y mientras estos personajes «que no son capaces de separar el disfrute que les da la ficción del disfrute que les da hurgar en las vidas ajenas» se dedican a hacer de detectives salvajes, Misha batalla con su identidad sexual; su M., Isolina, con el abandono a través de una malsana relación con la comida que comparte con Antonio y Bea, y Zhora, encerrado en su casa, se ha bajado del mundo. Muy cerca de él vive Mar, una anciana de 99 años, contrapunto de paz y comprensión en el que encuentran consuelo los perdidos. Incluido el lector.
No hay gacelas en Finlandia es más que una novela: es, además, un puzle con toques de Valle pero a lo Burroughs pasado por Bolaño, que el lector ha de construir con la convicción de que la lectura es una sutil forma de violencia y de que todos, personajes, autor y lectores, somos trozos de papel en recipientes de vidrio.
«Una novela que no es intercambiable por ninguna otra que hayamos leído», Andrea Abreu y Alba Carballal.